Intenciones de Misas
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Para presentar la espiritualidad que vivimos como monjes cistercienses de la estricta observancia (trapenses) os presentamos los principales valores de nuestra vida.

Son valores, muchos de ellos comunes a otras experiencias y modos de vivir cristianos, pero que los monjes de esta tradición los vivimos de una forma peculiar que queremos compartir con vosotros.

Todos nosotros sentimos una especie de llamada a entrar en comunión con Dios. Pero él siempre desconcierta, porque es desconcertante. Quien se decide a ponerse delante de Dios, sin más, al instante cae en la cuenta de que su vida no está a la altura de esta llamada a estar familiarizados con él.

Así, la conversión comienza por una inquietud, prosigue con una búsqueda y se va fraguando en una transformación. La conversión es el umbral de todos los valores cristianos y monásticos. La vida cisterciense es un camino de conversión muy peculiar. Es una “vuelta a Dios” desde una “región lejana”, imagen muy querida por los autores cistercienses clásicos.

El monje es una de las pocas personas que en este mundo se han tomado la cosa muy en serio. Por eso se les conoce como los “buscadores de Dios” por excelencia (Regla de S. Benito 58,7). La búsqueda de Dios, en la tradición viva del monaquismo de todos los tiempos, se entiende como un combate espiritual en orden a la liberación personal de uno mismo y de la humanidad entera a través de sí.

Para ello cuenta con un lugar concreto, su monasterio; unos hermanos, su comunidad; y un voto por el que se compromete a vivir siempre, cada día de su vida en actitud de conversión, es el voto de “conversión de vida” que el monje hace el día de su consagración.

Si la conversión es el umbral de los valores, la vida en común es su primera constatación. La vida cisterciense es una koinonía: “con un solo corazón y una sola alma, perseverando en la oración, en la escucha de la Palabra y en la fracción del pan” (Hch 2,42).

Los lazos que unen a los miembros de esta familia perduran a lo largo de la vida mediante el voto de estabilidad que emite el cisterciense el día de su consagración.

La vida fraterna significa que los lazos de un mismo amor y una misma vocación tienen que ir afianzándose en todos, al mismo tiempo que se van esclareciendo tendencias y se cercenan los brotes de un individualismo egoísta, siempre vivos en una naturaleza herida por el pecado.

La vida común se traduce entonces en amor, conocimiento recíproco, perdón, acogida y corresponsabilidad. Así lo entendía la Orden en sus comienzos, cuando designaba a las comunidades como “escuelas de caridad”.

La comunidad ideal, que todos imaginamos o deseamos, no existe; nunca podrá coincidir con “esta” comunidad real y concreta. Por otra parte necesitamos comprometernos en una comunidad de fe y de amor de tal modo que nos lleve a asumir la paradoja que es cada una de nuestras vidas.

La comunidad cisterciense es soledad, quietud, silencio; y desde allí se proyecta hacia el Reino definitivo.

La pobreza es una radical actitud crítica de la provisionalidad de un mundo que pasa frente a un solapado usurpador que se zafa en el corazón humano. La pobreza es además una disponibilidad y una penetrabilidad para las cosas de Dios.

Es imposible reconocer la pobreza cristiana sin recurrir al misterio de Dios que llega, y de Jesús de Nazaret, maestro consumado de pobreza, el cual siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8,9). Dios es pobreza, eterno despojo en un don eterno de sí mismo; es infinita desapropiación, en una total comunicación de sí mismo.

La búsqueda exclusiva de Dios invita al monje a sumergirse en el abismo infinito de la pobreza a través del desasimiento de las cosas y del despojo de sí mismo. Hay que llegar hasta experimentar nuestra dependencia de Dios en la misma inseguridad, dejando de lado todo apoyo temporal. Solo entonces saltará dentro de nosotros mismos ese sentimiento profundo de fe y confianza en nuestro Padre Dios.

De este modo la vida cisterciense se hace sencilla y sobria y, a imitación de Jesús, comparte lo que tiene con los que tienen aún menos que ellos.

“La pobreza es un ala de tal envergadura que de dos batidas se remonta hasta el Reino de los cielos.
A la pobreza no se le promete el Reino, se le da” (Bernardo de Claraval).

La castidad consagrada viene a ser la expresión del anhelo por el “día del Señor”, que no acepta compromisos ni teme arrostrar la soledad. Es por ello la actitud que mejor define la vida de todo monje.

La castidad del cisterciense se halla en estrecha relación con el amor y la entrega. El modelo lo encuentra en la relación del amor trinitario que se nos ha revelado en Jesucristo. él fue virgen porque su amor quiso ser exclusivo en su misión y universal en su entrega.

Todos estamos de acuerdo en la dificultad de practicar la castidad evangélica. En cierto modo es una postura antinatural. Elredo de Rieval ya advertía a sus monjes: “Que nadie se haga ilusiones, no se jacte ni se engañe. Solo se puede ser casto por puro don de Dios”. Sí, la castidad es puro regalo de Dios que manifiesta su poder en la limitación humana.

Es cierto que al optar por la castidad consagrada quedamos liberados de muchas ataduras humanas. Pero esto no implica una instalación agradablemente cómoda y una evasión del drama existencial de la humanidad. Antes, al contrario, el monje debe vivir en la solidaridad con aquellos para quienes ser célibe significa soledad, “no tener a nadie”; para quienes el celibato no es una virtud sino destino de la vida impuesto por las circunstancias; la castidad monástica hace solidarios de los ancianos, que tampoco tienen a nadie; de los jóvenes que sufren bajo la secreta falta de esperanza y que, resignados, rebeldes o desesperados, se agitan en su interior, solos; de los fracasados en el matrimonio o que en las familias se han visto arrumbados a una marginación sin esperanza y sin ayuda.

Fácilmente se echa de ver que la castidad no es en primera instancia una renuncia. Y aunque suponga una lucha, evoca siempre el amor. El amor casto abre a la verdadera libertad.

Por eso, si Dios, la Iglesia y el monaquismo te convocan a la castidad evangélica ten en cuenta que no es sino para amar. No huyas nunca. Sube. No te pongas triste por lo que puedes dejar. Alégrate por lo que Dios te da. Ama mejor, amando más.

Mal entendida la obediencia religiosa se les antoja a muchos como una alienación. Nada más falso. Obedecer a Dios no es en definitiva otra cosa que coincidir con la ley profunda, inscrita en la naturaleza del hombre y en consecuencia, en la misma fuente de su libertad.

Sin la ayuda de otro es muy difícil aplicar a nuestra misma vida los discernimientos imprescindibles. Tú no ves en tus mismos ojos. Necesitas, para conocerte, de la mirada de otro. El padre espiritual, el abad, es de suyo un espejo que Dios nos da para que podamos conocernos. Su palabra puede parecer dura en determinadas ocasiones. Se necesita que sea así para que, viendo nuestro pecado, la desobediencia de nuestro corazón, contemplemos nuestro verdadero rostro que tanto deseamos.

Dentro de la tradición monástica se destaca en la misma obediencia la figura de la autoridad carismática del abad. él debe ser, por misión, autoridad en todo su ser y conducta; en su expresión y en su testimonio, exigencia y presteza del Reino con fuerza de irradiación sobre la vida del monasterio. De este modo la obediencia monástica no se convierte en instrumento de alienación que degenera al fin en una sumisión hostil a lo humano.

La obediencia supone un ejercicio lento de largo aprendizaje. Un ardiente espíritu de fe capacitará semejante obediencia.

El monje descubre la exigencia del Reino en las orientaciones y disposiciones de su abad, que ocupa el lugar del Maestro en el monasterio (Regla de San Benito 2,2), en los deseos de sus hermanos, planteados en un diálogo constructivo, en la obediencia mutua (Regla de san Benito 71), y en los acontecimientos diarios.

Hoy como ayer es siempre válida la invitación del Señor Jesús: “Venid aparte, a un lugar solitario, y descansad un poco” (Mc 6,31). Pero hay una soledad-aislamiento. Y ésta es mala. Va contra la naturaleza del hombre.

Jesús no invita a esta soledad deshumanizante. Jesús llama únicamente a la soledad-comunión, que supone, en primer lugar, la confianza absoluta y una toma de conciencia de la presencia de Dios en la persona humana.

Jesús es el creador de la soledad cristiana. él vivió su soledad para estar con todos. Y nos la ofrece como medio eficaz de comunión. Precisamente el monasterio se alza en un lugar solitario.

Es una escuela de soledad para ahí aprender con Jesús a vivir la soledad-comunión con el Padre, y estar cerca de todos nuestros hermanos los hombres. Así el monje llega a ser un hermano universal.

El atractivo que el corazón siente hacia la soledad, que es oración y silencio continuo ante el abismo del misterio de Dios, es una insinuación a acogerla como puro regalo en un compromiso generoso. Al fin y al cabo la soledad como regalo de Dios viene a ser el receptáculo más adecuado que contiene la Palabra divina, de alcance inconmensurable; y que suscita por lo mismo en el corazón del solitario la actitud de escucha incondicional.

El lenguaje de la soledad-presencia lleva consigo todo un programa de madurez y de sabiduría, una prudente ordenación de ritmos, de actividades y de lugares dentro del monasterio junto con un relativo cauce de comunicación con la sociedad y el mundo del hombre contemporáneo. Nada hay más precioso, más delicado y más frágil que este equilibrio silencioso y solitario, siempre amenazado por nuestros propios ruidos, nuestros desórdenes y miedos aislantes.

Pero disponemos de un baremo: el silencio, la oración y la soledad de presencia y comunión como hontanar de alegría. La alegría es signo de vida y de armonía en el corazón del hombre, cuando percibe a través del silencio la belleza de las cosas. Este gozo en lo más íntimo del corazón y en el medio ambiente del monasterio es uno de los testimonios más irrecusables acerca del Dios vivo.

La presentación del cuadro de valores quedaría incompleta sin el valor trabajo que mantiene en equilibrio el fiel de la balanza de la vida cisterciense.

Y es que para amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma se necesita también amarlo con todo el cuerpo. El cuerpo tiene también su derecho a la iluminación del amor. Amar a Dios con todo el cuerpo, es amarlo mediante el ayuno, las vigilias, y sobre todo mediante un trabajo manual que libere de tantos espejismos y mantenga a la persona entera en armonía y humildad.

El trabajo contribuye a configurar la propia fisonomía de la comunidad como grupo laborioso, dinámico y creativo. El conjunto y la diversidad de actividades visibles permite también a los monjes distinguirse unos de otros, como en sus propios medios de maduración individual. Es uno de los factores que explica el legítimo pluralismo en el monasterio dentro de un margen aparentemente reducido y estrecho.

Además, el camino de la sabiduría pasa por la armonía del cuerpo. La desvinculación entre sabiduría y trabajo es más que palpable en nuestra sociedad de consumo. Cuando falla la moderación, el trabajo agota y embrutece.

En esto el monasterio cisterciense es un testimonio para el hombre de nuestro tiempo de que es posible y necesaria una sabia moderación en el trabajo, capaz de redimir y no de oprimir a la persona. Porque un trabajo realizado en un clima de paz no separa de la oración. Mientras el cuerpo se doblega armoniosamente en humildes tareas, toda la persona se ritma y simpatiza con la naturaleza equilibrada y armoniosamente silenciosa. Y mientras tanto el corazón se vuelve sabio con la sabiduría divina inscrita en las cosas, se despierta la creatividad hasta brotar de la naturaleza la forma y la belleza que el Espíritu ha insertado en ella germinalmente, y en fin, agudiza su atención a la presencia de Dios a través de la propia profundidad.

Ya los monjes de Egipto medían la intensidad de la vida interior de los novicios y su progreso en la paciencia y en la humildad por su aplicación al trabajo.

Vivir en un monasterio es un descanso nada ocioso; es un ocio muy ocupado.

En la búsqueda de Dios, que define al monje, es imprescindible la actitud de escuchar la Palabra. La lectura asidua de la Escritura revelada es necesaria para llegar a un profundo conocimiento de Cristo. La Palabra de Dios es viva, eficaz y, por excelencia, educadora del corazón. Contiene una virtualidad, una eficacia característica y única para despertar en el lector las energías latentes de la gracia.

La lectio divina es un estrecho diálogo entre Dios y el hombre. A lo largo de este ejercicio el lector se impregna del texto que lee. Por eso, ya desde antiguo, la tradición monástica ha establecido en la memorización y la asimilación de los textos inspirados, figurados metafóricamente en los mecanismos de la masticación incesante y deglución, una de las bases más sólidas de la vida espiritual y del proceso de maduración del monje en su camino hacia el Reino.

Recibes gratuitamente la Palabra divina e inmediatamente entras en su dinámica transformadora. A medida que la revuelves en tu interior, la meditas, la masticas, la trituras, la ensalivas y la digieres. Y ella te comunica su sabor transformante.

Esta lectura orante de la Palabra de Dios ha sido siempre para los monjes el mejor y más sencillo método de oración. El Señor nos concede su Palabra para que le escuchemos cuando leemos y le hablemos con ella cuando oramos.

Los Santos Padres de la Iglesia decían que la Escritura es un sacramento, un signo que oculta la realidad de la Salvación. Y lo que nos ofrece a primera vista es una corteza dura y a veces amarga; pero encubridora de la dulzura de la gracia que protege de la fácil y rápida manipulación del hombre. No hay más remedio que tratar de romper esa corteza con mucha paciencia, para gustar el fruto oculto. Hay que pasar por encima de la sequedad, del aburrimiento, de la monotonía, de la sensación de estar perdiendo el tiempo. Hay que controlar las prisas, las inquietudes, hasta que el Espíritu de la Escritura, que es el Espíritu Santo, tenga misericordia, y él mismo quiebre y abra su Palabra.

Basta con acercarse con ojos y corazón abiertos a un monasterio cisterciense para convencerse de que la divina liturgia es el alma de la vida del monje; y que la misma oración silenciosa gira en torno a ella. El sacrificio eucarístico y el canto de los Salmos trazan el camino a recorrer del monje hacia Dios.

La Eucaristía que, según San Agustín, es el “sacramento del culto, signo de unidad y vínculo de caridad”, es a su vez para nosotros signo sacramental de la gran presencia de Cristo en medio de la comunidad; es el centro de la jornada; es nuestro encuentro fraterno a nivel más profundo.

La divina liturgia renueva además el misterio de la muerte y resurrección del Señor en la comunidad. A lo largo del año litúrgico se actualiza en cada iglesia monástica, como parcelas insignificantes de la gran Iglesia, las distintas etapas de la Historia de la Salvación.

El servicio de alabanza que ofrecemos a lo largo de las horas del día y de la noche, no lo forman únicamente las oraciones ni la celebración exterior; es la misma comunidad que se ofrece al Señor, mientras la divina liturgia la va conformando a imagen de quien alaba. En esta escuela de oración se educa y vigoriza nuestra oración silenciosa e individual. Y al mismo tiempo nos sumergimos en la liturgia tradicional, liberadora de toda subjetividad; y por lo mismo, capaz de pacificar, de internalizar la emoción colectiva haciéndola pasar por el filtro de la norma de fe, transformada en alabanza.

Así, a través de esta actitud fundamental, todo nuestro ser se va silenciando; tomamos una conciencia más viva de los signos y gestos que realizamos, para dejar que Cristo ore, actúe y alabe en nosotros.

Esta oración litúrgica es un quehacer vital que nos introduce en un ritmo cósmico. La luz natural va marcando las etapas y los momentos de nuestra alabanza: las vigilias nocturnas arrancan a la noche su propio misterio haciéndonos pacientes y alertas en la espera de Cristo, el Esposo. En la alabanza matutina ensalzamos a Cristo, Sol de justicia que nace de lo alto. La alabanza vespertina es la acción de gracias por un día de bendición ya transcurrido, y de confianza en la luz que no conoce el ocaso, Cristo. Las llamadas “horas menores”, son pequeñas escalas en el arduo esfuerzo de superación de cada instante. Y en fin, la peculiar celebración de las completas encomienda al Señor el sueño natural con la pureza y confianza de corazón.

Para llevar a cabo este arduo programa, el monje cisterciense se vuelve con una confianza casi ilimitada a Santa María, “la-toda-santa”, la persona humana que siguió más de cerca los pasos de su Hijo, como su perfecta imitadora.

“Si la sigues no te desviarás; si recurres a ella, no desesperarás. Si la recuerdas, no caerás en el error. Si ella te sostiene, no te deprimirás. Nada temerás si te protege; si te dejas llevar por ella, no te fatigarás; con su favor llegarás a buen puerto. Así tú mismo podrás experimentar con cuánta razón dice el evangelista: Y la virgen se llamaba María” (Bernardo de Claraval).

Koinonía

Transliteración de la palabra griega κοινωνία, que significa comunión; como concepto teológico alude a la comunión eclesial y a los vínculos que ésta misma genera entre los miembros de la Iglesia y Dios, revelado en Jesucristo y actuante en la historia por medio del Espíritu Santo.

Bernardo de Claraval

Bernardo de Clairvaux (Claraval en castellano) fue un monje cisterciense francés y Abad de Monasterio de Claraval. Con él la Orden del Císter se expandió por toda Europa y personalmente pasó a ocupar el primer plano de la influencia religiosa. Participó en los principales conflictos doctrinales de su época y se implicó en los asuntos importantes de la Iglesia Católica.

Fue también un inspirador y organizador de las órdenes militares, creadas para acoger y defender a los peregrinos que se dirigían a Tierra Santa, teniendo una gran influencia en la creación y expansión de la Orden del Temple, redactó sus estatutos e hizo reconocerla en el Concilio de Troyes, en 1128.

Regla San Benito (inicio capítulo 2)

1El Abad que ha sido tenido por digno de gobernar algún monasterio, debe acordarse siempre de este nombre, y llenar con obras el nombre de Superior, porque se 2cree en verdad que hace las veces de Cristo en el monasterio; pues se le da el mismo tratamiento, 3según el Apóstol que dice: Recibisteis el espíritu de adopción de hijos por el cual clamamos Abad, Padre.

4Por tanto, el abad nada debe enseñar, establecer o mandar, que se aparte de los preceptos del Señor: 5lejos de esto, sus mandatos y doctrina deben, al modo de una levadura de la divina justicia, derramarse en los corazones de sus discípulos.

Regla San Benito (extracto capítulo 71)

1El bien de la obediencia debe ser practicado por todos, no sólo respecto del abad, sino que los hermanos también deben obedecerse unos a otros, 2 sabiendo que por este camino de la obediencia irán a Dios.

3Den prioridad a lo que mande el abad o las autoridades instituidas por él, a lo que no permitimos que se antepongan órdenes privadas, pero en todo lo demás, 4 los más jóvenes obedezcan a los mayores con toda caridad y solicitud. 5 Y si se halla algún rebelde, sea corregido.

6Si algún hermano es corregido en algo por su abad o por algún superior, aunque fuere por un motivo mínimo, 7 o nota que el ánimo de alguno de ellos está un tanto irritado o resentido contra él, 8 al punto y sin demora arrójese a sus pies y permanezca postrado en tierra dando satisfacción, hasta que aquella inquietud se sosiegue con la bendición. 9 Pero si alguno menosprecia hacerlo, sométaselo a pena corporal, y si fuere contumaz, expúlsenlo del monasterio.